Una tesitura semejante en un obispo, de
contemplación y combate, de humildad y parresia, necesariamente suscitará la
contradicción. La causa de la misma no debe ser buscada en el campo psicológico
o sociológico, como si la persecución fuese la lógica respuesta a las
intemperancias de un obispo de carácter particularmente vivo. Pie lo ha
explicado con gran claridad poniendo estas palabras en boca de sus adversarios:
“La barrera insuperable entre vosotros y
nosotros es la altura de vuestra misión tal cual os obstináis en comprenderla. Que tengáis el cuidado de
nuestras almas, que nos prediquéis el deber privado, a todo eso consentimos.
Pero que, en la esfera de las cosas públicas, opongáis vuestros dogmas a
nuestros principios; que afirméis los derechos de Dios en contradicción con
nuestros Derechos del hombre; que habléis en nombre del cielo a propósito de
los intereses de la tierra; que hagáis del cristianismo la regla de las
instituciones y de las leyes humanas; en fin, que os pertenezca pronunciar la
última palabra de la ortodoxia sobre las atribuciones de la ciencia, de la
libertad, de la autoridad: he aquí lo que espíritus modernos, espíritus
esencialmente laicos, no os concederán jamás. Allí está el muro de separación
entre vosotros y nosotros.”
Puesto el enfrentamiento en este nivel, se
comprende fácilmente que cuando no hay persecución de parte de las doctrinas o
poderes enemigos de Cristo, señal es que el testimonio episcopal no resulta
suficientemente categórico. “La
oposición que se hace a nuestro sacerdocio –afirma Pie– no se dirige a
nosotros mismos, sino a nuestra calidad de embajadores de Dios, de
representantes de Cristo, de intérpretes de su doctrina y de su ley.” Ya lo había dicho con claridad la Escritura
por boca del mismo Dios a Samuel, cuando el pueblo, no queriendo seguir más a
éste, solicitó del Señor un rey como los demás pueblos: “No es a ti a quien rechazan sino a Mí, para que no reine sobre ellos”
(1 Sam 8, 7).
Esta persecución de parte de los enemigos de
la doctrina de Cristo se hace más incisiva en las épocas de convulsión. Como
bien señala Mons. Pie, el obispo que se esfuerza por ser tal en los días de
crisis, debe estar preparado para toda suerte de represalias. Amplia
experiencia tuvo de ello, sufriendo innúmeros ataques y calumnias. Guardias en
torno a su residencia, comisarios en medio de sus fieles durante la Santa Misa,
policías de civil en las naves de la catedral. No era, por cierto, la primera
vez que ello sucedía en la historia de la Iglesia. El mismo Pie recuerda lo que
los historiadores Sócrates y Sozómenes nos dejaron consignado sobre los hechos
sucedidos en el interior de la basílica principal de Constantinopla, en tiempos
de San Juan Crisóstomo, y la vigilancia que allí ejercían los servidores y
eunucos del palacio imperial, contiguo a dicha basílica. En ocasiones, su palabra
sólo podía hacerse oír en el templo, aún bajo estrecha vigilancia, como acabamos
de ver. “Pues bien, reservándonos, a
ejemplo del gran Apóstol, la plenitud de nuestros derechos de ciudadano,
hablaremos en el templo, y allí golpearemos con censuras y anatemas los errores
que nuestra jurisdicción pastoral se ve impedida de perseguir mediante la
enseñanza y la controversia en el terreno de la publicidad. Nadie se habrá
imaginado, sin duda, que los centinelas de la fe podían resignarse a asistir,
con el arma en el brazo, pasivos e inmóviles, al saqueo de la ciudad santa y al
derrumbe de todos los principios religiosos y sociales cuya custodia espiritual
les ha sido confiada. Cuando quisieron prohibir terminantemente a los Apóstoles
hablar en nombre de Jesucristo, ellos respondieron: «No podemos no hablar, non
pos-sumus... non loqui» (Act 4,
20).”
Podríase decir que el Obispo de Poitiers no
conoció casi un instante de serenidad en el ejercicio de sus funciones. Sin
embargo las persecuciones en modo alguno detuvieron el curso de su acción
pastoral sino que, por el contrario, lo llenaron de consolación. “Nuestros antepasados, mucho más valientes,
es verdad, y más osados que nosotros, soportaron muchas otras vejaciones. El
período final del mundo traerá pruebas mucho más graves aún; ellas nos han sido predichas, y debemos
siempre mantenernos prestos como si tales pruebas estuviesen destinadas a
nosotros mismos.”
Es demasiado fogoso, decían de él, rompe la
cohesión del episcopado. No era sino una buena excusa para rechazar la doctrina
que enseñaba. Pero tales acusaciones no lo arredraban: “Mantengo lo que he dicho en todos sus términos, y estoy orgulloso de
ello ya que me valió el honor de ser colocado [...] entre «esos espíritus
ardientes y apasionados que ponen a la Iglesia en peligro, entre esas
naturalezas arrebatadas que obstaculizan en vez de ayudar a sus venerables
colegas, comprometen las ideas que querrían defender, y paralizan lo que la
sabiduría y la prudencia de los otros podrían hacer de bueno» [...] Desde hace
quince siglos los reyes de la tierra han tenido que sufrir mucho más de las
complacencias que de las resistencias del episcopado.”
La tentación de ceder un poco para que lo
atacasen menos no hizo mella en ese hombre de hierro que era Mons. Pie. El
despreciaba esos acomodos con el perseguidor, esa “prudencia” que no es virtud sino vicio, prudencia de la carne. “No, Sr. Ministro –escribe a un miembro del
gobierno, en medio de sostenidos ataques-, cuando un hombre del santuario se
resuelve a ser hombre de iniciativa y de resistencia, asume él solo los riesgos
y peligros anejos. ¡Cuánto más ventajoso y cómodo es practicar el silencio y el
dejar–hacer, pudiendo así tener fama de sabiduría y de moderación ante los
poderes seculares, deslizar incluso en sus oídos una desaprobación discreta y
confidencial de los ímpetus de sus hermanos, y obtener de ese modo para sí y
para los intereses que representa, un favor que se traduce en ventajas de toda
suerte!”
Evidentemente, una actitud semejante corta
toda posibilidad de ascenso en la “carrera”
de los honores, aun eclesiásticos. Mons. Pie sería presentado ante la opinión
pública e incluso ante Roma como un hombre que causa fricciones, un obispo poco
integrado. Nos lo reconoce él mismo en la carta al Ministro que citamos más
arriba: “Me hubiese sido posible, tanto
y quizás más que otros, esperar ciertas dignidades brillantes y lucrativas, que
ya han sido otorgadas más de una vez, y lo seguirán siendo, a algunos que son
menores que yo en el episcopado. Sería ingrato si olvidase los anticipos
halagadores que vuestro predecesor recibió el encargo de hacerme por escrito en
nombre del emperador [...] Para gozar de todos esos bienes, era preciso
simplemente calmar la propia conciencia, alegándose a sí mismo las oscuridades
de la cuestión; excusar, invocando la puridad de las intenciones, los actos
deplorables que se producían; dar, finalmente, a la abstención una apariencia
de razón y de probidad, fundada en la dificultad de formar la opinión pública
en tales materias. «No hubiese sido preciso más que esto», prosigue el gran
Hilario, «pero el celo que la fe puso en mi alma no me lo ha permitido; y no
pude ahogar bajo el cálculo de un silencio ambicioso la conciencia de una
simulación criminal en relación con Dios, y de una tolerancia injuriosa a la
verdad.»” Obsérvese con cuánta
naturalidad cede la palabra a San Hilario, entremezclando las expresiones y
situaciones del Santo Doctor con las suyas propias. ¡A circunstancias semejantes, actitudes semejantes!
Muchas son, por cierto, las maneras de
sobrellevar las persecuciones. Pie pone el ejemplo de San Gregorio de Nazianzo
quien, con una altivez llena de dignidad, así se dirigía a sus adversarios: “Que los que decidieron hacerme la guerra
renuncien a su empresa, o busquen algún nuevo medio de dañarme, porque éste es
pequeño y despreciable, y no les reportará ni honor ni provecho.” Será
preciso soportar los ataques con espíritu magnánimo: “No es menos filosófico que cristiano mirar tranquilamente correr bajo
los pies el torrente de las injurias, y dejar pasar por encima de la cabeza la
avalancha de las burlas; los hombres del santuario dan un elevado ejemplo al no
mostrarse demasiado afectados cuando lo que está en juego es su propia persona.
Para los ministros de Jesucristo, para los defensores de los derechos de Dios y
de la Iglesia, sufrir una afrenta es siempre algo saludable. El gran Apóstol
nos ha recomendado no defendernos a nosotros mismos, sino dejar lugar al tiempo
y la cólera de Dios (cf. Rom 12,9).”
Es asimismo imprescindible evitar a toda
costa que el rencor haga perder el mérito de la fidelidad, así como el dejarse
penetrar del resentimiento o del odio a los detractores, cualesquiera sean. “Lo importante es que la caridad no
desfallezca en nuestros corazones. Cuando yo desciendo a lo más secreto de mi
alma, declaro no encontrar allí ninguna amargura en relación con aquellos que
se han convertido gratuitamente en mis adversarios.”
Más aún, el obispo denigrado y calumniado,
según la recomendación de San Pablo, ha de tratar de alegrarse en sus
tribulaciones (cf. 2 Cor 7, 4). Así Mons. Pie, en lo peor de los ataques contra
él dirigidos, cuando en las puertas de todas las iglesias de su diócesis
fijaban un afiche con su condenación oficial, firmada por el emperador, cuando
el periódico de Poitiers, patrocinado por la administración política,
reproducía los artículos de la prensa irreligiosa y la prensa gubernamental en
contra de él, en medio de una brusca avalancha de requisas, allanamientos y
visitas de la policía, entre actos de espionaje y trabas de todo género, su
corazón se llenaba de gozo porque participaba en la Pasión de Cristo; al mismo
tiempo veía cómo por todas partes el sentimiento religioso y católico hacía
irrupción con más fuerza y esplendor que de costumbre, las multitudes lo
rodeaban con una adhesión hasta entonces desconocida, multiplicándose los
testimonios de respeto y fidelidad en proporción directa a los ataques; rutas
transformadas en alfombras verdes, con arcos de triunfo a lo largo de varios
kilómetros, escolta de jóvenes, campesinos y propietarios, tal era el
espectáculo que constantemente tenía ante sus ojos, tanto en las ciudades,
trabajadas más activamente por sus enemigos y los agentes de la autoridad, como
en el campo; y, lo que era aún más consolador, jamás los párrocos habían notado
tantos retornos a la práctica religiosa. Es la espiga que nace del grano de
trigo sepultado en el surco. “Si nos
creyésemos los mártires del deber, seríamos no sólo culpables de vana
suficiencia, sino también de mentira e ingratitud. Porque, por la misericordia
de Dios, las más grandes dulzuras que hemos gustado en nuestra vida nacieron de
estas grandes contradicciones; y consultando aún hoy el fondo de nuestra alma,
podemos decir con el salmista: Laetati sumus pro diebus quibus nos humiliasti,
annis quibus vidimus mala («Nos alegramos por los días en que nos humillaste,
por los años en que vimos desdichas», Ps 89, 15). Sólo Dios es capaz de apreciar el grado del provecho que dejan a sus
apóstoles los ultrajes que reciben, alegrándose de haber sido hallados dignos
de sufrir por el nombre de Jesús, por la causa del Cristo que está en el cielo,
y del Cristo que preside en la tierra.”
Distingamos un rasgo nobilísimo en nuestro
gran obispo, que revela la fibra y generosidad de su carácter. Su amor a Cristo
y a la Iglesia, templado por las persecuciones de todo género que hubo de
experimentar, se revertía de manera particular sobre los obispos que, como él,
sufrían persecución por la verdad, aunque jamás los hubiese conocido
personalmente. Véase si no esta carta que envió al obispo de Pará, Brasil, al
enterarse de que había sido aprisionado por defender la libertad de la Iglesia:
Monseñor. ¡Con qué piadosa consolación
recibí las líneas que pudo enviarme desde el fondo de su prisión, y cuánto me
gustaría tener ante mis ojos el rostro del cautivo de Jesucristo!
El liberalismo produce sus frutos en el
mundo entero. Desde su aparición, no dejó de ser una contraverdad, y poco a
poco, aunque constantemente, se ha ido mostrando intolerante y opresor. Pero
desde el día en que se llamó catolicismo liberal, se encargó de mentir más
odiosamente en su nombre. La Iglesia libre en el Estado libre, como lo
entienden esos sectarios, es la Iglesia muda ante el Estado libre de violar la
ley natural y la ley cristiana, sin reclamo posible. Y si el sacerdocio sale de
su mutismo, aunque no lo haga sino en la esfera del orden moral y espiritual,
sin contar con ningún medio de coacción exterior, es inmediatamente acusado y
convicto de atentar contra las leyes y las libertades públicas.
Pero los sucesores de los apóstoles no
podrán olvidar que el non possumus de sus predecesores se aplicaba precisamente
a ese mandato de silencio. Non possumus non loqui (“No podemos no hablar”, Act 4, 20).
¡Cómo
se añora un obispo así, de tan esclarecida lucidez y de tan elevado coraje!
Cuán verdadera resulta aquella frase del mismo Pie, referida a la admirable
figura de Pío IX: “La inapreciable ventaja de ser regidos por pastores según el
corazón de Dios debe ser colocada entre las gracias trascendentes de la
misericordia divina.”
“EL
CARDENAL PIE” Lucidez y coraje al servicio de la verdad.
Editorial
Gladius.
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