miércoles, 22 de julio de 2020

“Sedme viril” – Santa Catalina de Siena – Por el padre Alfredo Sáenz S.J.





   Poco antes de comenzar su vida pública, Dios se había dirigido a ella para decirle: “Sé viril y enfréntate valientemente con todas las cosas que de aquí en adelante mi Providencia te presentará.” Dicho apercibimiento la marcó de manera categórica. Ella comprendía, sin duda, lo ciclópeo de la tarea que Dios le encomendaba. El mundo estaba gravemente enfermo; la Iglesia, herida en sus miembros más relevantes. ¿Qué hacer para encontrar el remedio?, le preguntó a Dios, “ya que mi alma está dispuesta a tomarlo virilmente”. Así procuraría durante toda su vida caminar esforzadamente por el camino del Verbo, aguantando lo que fuere, oprobios y ultrajes.

   Dios le había pedido que fuese viril, y ella quiso que dicha virilidad se contagiase a los demás. Tanto en sus cartas como en el Diálogo se encuentra a cada paso una exhortación a obrar “virilmente”, sea que se dirija a pecadores, sea que le escriba al mismo Papa. Así a un adúltero le amonesta: “¡Ay! ¡Ay! Seamos hombres; ahoguemos en nosotros el placer femenino (il piacere femminile) que ablanda el corazón y lo hace pusilánime.” Al papa Urbano VI le escribe: “Sedme todo viril, con un temor santo de Dios.” Lo mismo le había aconsejado a su antecesor, Gregorio XI, débil e irresoluto: “Sedme hombre viril y no temeroso.” Y en carta posterior: “Largo tiempo deseé veros hombre viril y sin temor alguno, aprendiendo del dulce y enamorado Verbo que virilmente corre a la oprobiosa muerte de la santísima cruz, para cumplir la voluntad del Padre y nuestra salvación.” Al cardenal Pedro de Ostia, legado pontificio, le confiesa: “Deseaba veros hombre viril y sin temor.” Se ve que era un reclamo recurrente.

   Incluso cuando sus corresponsales eran mujeres, las exhortaba igualmente a la virilidad. A la reina Juana de Nápoles, que en los tiempos del cisma y de los antipapas había cambiado de parecer respecto de la legitimidad de Urbano VI, le dice que ha obrado “colla condizione della femmina che non ha fermezza”, con la condición de la mujer que no tiene firmeza. Si cambia de comportamiento, agrega, “demostraréis haber perdido la condición de mujer y ser hecha «hombre viril»; de lo contrario, demostrareis ser mujer sin ninguna estabilidad”. En el servicio de Dios, Catalina no admitía debilidades ni ternuras excesivas. Por “femenino” entendía “el amor compasivo de sí mismo”, la blandura, la pusilanimidad, los compromisos y contemporizaciones. Ella estaba en las antípodas de dicha tesitura.

   No deja de ser reveladora a este respecto la reacción que tuvo frente a una actitud timorata de fray Raimundo, su padre e hijo a la vez. Cuando este buen fraile se enteró de que el papa Urbano quería que Catalina fuese en misión a la reina Juana de Nápoles, persona de malas entrañas, le señaló al Santo Padre lo peligroso que resultaba dicho encargo, ya que allí iría indefensa, sólo con otra mujer. El Papa aceptó estas razones, por lo que Catalina bramó de indignación. “¡Si Catalina [de Alejandría], Margarita, Inés y las otras santas vírgenes hubieran obrado con una pusilanimidad semejante, no habrían conquistado jamás la corona del martirio!” En otra ocasión, viajando Raimundo al norte de Italia, le advirtieron que los cismáticos le podrían tender una emboscada, y de acuerdo con el Papa, se quedó en Génova para predicar contra ellos. Al saberlo, Catalina le escribió: “No sois aún digno de combatir en el campo de batalla; os habéis quedado atrás como un niño; habéis huido voluntariamente del peligro, y os habéis regocijado por ello. Oh mal padrecito (cattivello padre mío), ¡qué dicha para vuestra alma y para la mía si con vuestra sangre hubierais cimentado una piedra de la santa Iglesia!... Perdamos nuestros dientes de leche y tengamos en su lugar los dientes sólidos del odio y del amor. Vistámonos la coraza de la caridad y el escudo de la santa fe, y corramos como hombres al campo de batalla; mantengámonos firmes con una cruz delante y otra detrás, para que nos sea imposible huir... Sumergios en la sangre de Cristo crucificado, bañaos en esa sangre, hartaos de esa sangre, embriagaos con esa sangre, vestíos de esa sangre, llorad sobre vosotros mismos en esa sangre, alegraos en esa sangre, creced y fortificaos en esa sangre, curaos de vuestra debilidad y ceguera con la sangre del Cordero sin mancilla... No digo más.” Otra vez, le reprochó con impaciencia: “Cuando se trata de prometer obras y sufrimientos por la gloria de Dios, os mostráis un hombre; no me resultéis luego hembra cuando llega el momento de realizarlo.” Se ve que Raimundo era proclive a la timidez y a la pusilanimidad, a pesar de ser un hombre sumamente virtuoso, como luego lo reconocería la Iglesia declarándolo Beato. Ya en la última época de su vida, Catalina le escribiría una vez más: “Cuidad de que no os vea tímido, y de que vuestra sombra no os dé miedo. Sed, en cambio, viril combatiente.”


“EL PENDÓN Y LA AUREOLA”
Ediciones Gladius 2002

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