Poco antes de comenzar
su vida pública, Dios se había dirigido a ella para decirle: “Sé viril y enfréntate valientemente con
todas las cosas que de aquí en adelante mi Providencia te presentará.”
Dicho apercibimiento la marcó de manera categórica. Ella comprendía, sin duda,
lo ciclópeo de la tarea que Dios le encomendaba. El mundo estaba gravemente
enfermo; la Iglesia, herida en sus miembros más relevantes. ¿Qué hacer para encontrar el remedio?,
le preguntó a Dios, “ya que mi alma está
dispuesta a tomarlo virilmente”. Así procuraría durante toda su vida
caminar esforzadamente por el camino del Verbo, aguantando lo que fuere,
oprobios y ultrajes.
Dios le había pedido que fuese viril, y ella
quiso que dicha virilidad se contagiase a los demás. Tanto en sus cartas como
en el Diálogo se encuentra a cada
paso una exhortación a obrar “virilmente”,
sea que se dirija a pecadores, sea que le escriba al mismo Papa. Así a un adúltero le amonesta: “¡Ay! ¡Ay!
Seamos hombres; ahoguemos en nosotros el placer femenino (il piacere femminile)
que ablanda el corazón y lo hace pusilánime.” Al papa Urbano VI le escribe:
“Sedme todo viril, con un temor santo de
Dios.” Lo mismo le había aconsejado a su antecesor, Gregorio XI, débil e
irresoluto: “Sedme hombre viril y no
temeroso.” Y en carta posterior: “Largo
tiempo deseé veros hombre viril y sin temor alguno, aprendiendo del dulce y
enamorado Verbo que virilmente corre a la oprobiosa muerte de la santísima
cruz, para cumplir la voluntad del Padre y nuestra salvación.” Al cardenal
Pedro de Ostia, legado pontificio, le confiesa: “Deseaba veros hombre viril y sin temor.” Se ve que era un reclamo
recurrente.
Incluso cuando sus corresponsales eran
mujeres, las exhortaba igualmente a la virilidad. A la reina Juana de Nápoles,
que en los tiempos del cisma y de los antipapas había cambiado de parecer
respecto de la legitimidad de Urbano VI, le dice que ha obrado “colla condizione della femmina che non ha fermezza”,
con la condición de la mujer que no tiene firmeza. Si cambia de
comportamiento, agrega, “demostraréis
haber perdido la condición de mujer y ser hecha «hombre viril»; de lo
contrario, demostrareis ser mujer sin ninguna estabilidad”. En el servicio
de Dios, Catalina no admitía debilidades ni ternuras excesivas. Por “femenino” entendía “el amor compasivo de sí mismo”, la
blandura, la pusilanimidad, los compromisos y contemporizaciones. Ella estaba
en las antípodas de dicha tesitura.
No deja de ser reveladora a este respecto la
reacción que tuvo frente a una actitud timorata de fray Raimundo, su padre e
hijo a la vez. Cuando este buen fraile se enteró de que el papa Urbano quería
que Catalina fuese en misión a la reina Juana de Nápoles, persona de malas
entrañas, le señaló al Santo Padre lo peligroso que resultaba dicho encargo, ya
que allí iría indefensa, sólo con otra mujer. El Papa aceptó estas razones, por
lo que Catalina bramó de indignación. “¡Si Catalina [de Alejandría], Margarita, Inés y las
otras santas vírgenes hubieran obrado con una pusilanimidad semejante, no
habrían conquistado jamás la corona del martirio!” En otra ocasión,
viajando Raimundo al norte de Italia, le advirtieron que los cismáticos le
podrían tender una emboscada, y de acuerdo con el Papa, se quedó en Génova para
predicar contra ellos. Al saberlo, Catalina le escribió: “No sois aún digno de combatir en el campo
de batalla; os habéis quedado atrás como un niño; habéis huido voluntariamente
del peligro, y os habéis regocijado por ello. Oh mal padrecito (cattivello
padre mío), ¡qué dicha para vuestra alma y para la mía si con vuestra sangre
hubierais cimentado una piedra de la santa Iglesia!... Perdamos
nuestros dientes de leche y tengamos en su lugar los dientes sólidos del odio y
del amor. Vistámonos la coraza de la caridad y el escudo de la santa fe, y
corramos como hombres al campo de batalla; mantengámonos firmes con una cruz
delante y otra detrás, para que nos sea imposible huir... Sumergios en la
sangre de Cristo crucificado, bañaos en esa sangre, hartaos de esa sangre,
embriagaos con esa sangre, vestíos de esa sangre, llorad sobre vosotros mismos
en esa sangre, alegraos en esa sangre, creced y fortificaos en esa sangre,
curaos de vuestra debilidad y ceguera con la sangre del Cordero sin mancilla...
No digo más.” Otra vez, le reprochó con impaciencia: “Cuando se trata de prometer obras y sufrimientos por la gloria de Dios,
os mostráis un hombre; no me resultéis luego hembra cuando llega el momento de
realizarlo.” Se ve que Raimundo era proclive a la timidez y a la
pusilanimidad, a pesar de ser un hombre sumamente virtuoso, como luego lo
reconocería la Iglesia declarándolo Beato. Ya en la última época de su vida,
Catalina le escribiría una vez más: “Cuidad
de que no os vea tímido, y de que vuestra sombra no os dé miedo. Sed, en
cambio, viril combatiente.”
“EL
PENDÓN Y LA AUREOLA”
Ediciones
Gladius 2002
No hay comentarios.:
Publicar un comentario